En la sociedad de Antonio Domingo Bussi gobernador, de grupos sociales criticando por los foros a las madres de adictos que luchan para que el Estado atienda a sus hijos, de hombres y mujeres que tildan de “exagerada” a una fémina cuando siente que se vulnera su integridad y de vecinos que aplauden a los que destruyen una obra de arte en la Casa Histórica porque no la entienden, no debería sorprender el triunfo de un bravucón como Donald Trump.
A una porción importante de los tucumanos parece gustarle los atropellos y los abusos. O al menos conviven con ellos sin mayores inconvenientes, siempre y cuando exista algún beneficio que venga por añadidura, aunque el benefactor se haya enriquecido ilícitamente o haya sido condenado por crímenes de lesa humanidad. Da igual mientras garantice un empleo o seguridad o el statu quo de la “gente bien”. O simplemente que sea simpático o que lleve a lo más alto del fútbol nacional al equipo de sus amores. Ahí se esfuma su pasado mafioso. Hasta en un barrio cualquiera se siente tranquilidad si el nuevo inquilino es “trigo sucio”: seguro nadie se mete con él ni con sus vecinos. ¡Bienvenido sea!
En Estados Unidos se atribuye el triunfo del magnate a varios factores, pero los analistas que desfilaron ayer por medios de todo el mundo lo emparentan con algo: el hartazgo de la sociedad con un establishment político y financiero que puso en riesgo el estilo de vida de las clases medias estadounidenses. De allí que se hayan inclinado por el postulante que habla de amurallar la frontera con México, de dejar librados a su suerte a los países víctimas de opresores, de aislar EEUU del mundo y de reinstaurar el “sueño americano”. La mayoría que empoderó a Trump lo hizo en silencio, porque se avergüenza de decir que comparte su pensamiento. De allí, también, el fracaso de las encuestas: los entrevistados mienten porque es políticamente incorrecto decir públicamente que se apoyan posturas egoístas y que defenestran a las minorías. Así también se explica el sí al Brexit y el no a la paz en Colombia. Ya lo dijo hace casi 40 años el gran sociólogo francés Pierre-Félix Bourdieu en su ensayo “La opinión pública no existe”: las encuestas no reflejan necesariamente lo que piensa la sociedad, ya sea porque son sesgadas o por defectos técnicos en su formulación. Más cerca de este milenio, los seguidores de Bourdieu entienden que las encuestas dejaron de ser certeras cuando aparecieron candidatos o cuestiones que ponen en riesgo la moral pública de los encuestados. Priorizan el “qué dirán” por sobre la veracidad de sus respuestas. En Argentina, pionera en “engaños”, sobran ejemplos de este tipo, desde el mayoritario “yo no voté a Menem” -que siempre salía victorioso- hasta el “no apoyo a Alperovich”, que fue tres veces gobernador. Fue lo que supo llamarse el “voto vergüenza”.
Hay algunos datos que ayudan a entender esa dicotomía entre lo que la sociedad conoce que está “mal”, pero igual avala, y su discurso a favor de lo que está “bien”, pero en privado no apoya. Trayendo la cuestión a estos lares, gran parte de los tucumanos posee cierto grado de connivencia con el poder de turno o hace “la vista gorda” cuando los que están en el poder incurren en abusos porque les es conveniente o porque no tienen otra opción. Solo basta leer los datos de empleo público para apoyar el silogismo: uno de cada tres trabajos dependen del Estado. Se trata de unas 120.000 personas cuyo salario está encadenado a una administración estatal que presiona a sus empleados cuando osan contradecir sus decisiones o votar en contra. Ni hablar de la pobreza, que acogota a casi la mitad de los tucumanos. Ellos se convierten en rehenes de los planes sociales o de las “ayudas” de punteros diversos.
En el “cambalache” Siglo XXI todo lo que cantó Enrique Santos Discépolo está exacerbado por el hartazgo de la sociedad con la inseguridad, la falta de oportunidades, la desigualdad y la exclusión.
La desazón y la bronca llevan a tomar decisiones extremas. Como votar a un genocida o a un empresario que se ganó esa condición trabajando únicamente en el Estado o a un hombre de negocios del que se teme que gobierne para los “ricos”. O a un yankee que denigra a las mujeres, a los negros y a los latinos. No cambia el mundo porque ganó Trump, sino que el mundo ya cambió, y para mal, cuando era conducido por los “buenos”...